domingo, 24 de abril de 2016

Travesía Sierra de Gata

Gata-San Martín de Trevejo



     La ruta de hoy, con dos niveles de dificultad, tenía algo de rito iniciático para los más atrevidos, algo así como acceder a una mayoría de edad senderista que ha permanecido latente, uno reto personal de autoafirmación y logro que impulsaba un ánimo entre exultante y cauto. Y en esta filosofía de la superación han estado presentes, para ser vencidos, los cuatro elementos que las doctrinas metafísicas de la antigüedad usaban para explicar los patrones de la Naturaleza: tierra, agua, aire y fuego.

     Gata, con su perfil laborioso iluminado ya por la amanecida, es una realidad inclinada que vierte su tipismo ancestral sobre las laderas medias de la sierra a la que da nombre. De aquí hemos partido afrontando el plato fuerte de la jornada como no queriendo postergar el esfuerzo a momentos más inciertos: la subida al puerto Castilla es una penitencia anticipada  del pecado que supone disfrutar de los paisajes de la jornada; nos conducimos  por uno de esos adorables caminos de herradura cuyo empedrado fue pulido durante siglos por las caballerías como gemas pobres de la tierra hasta que las bestias abdicaron de su trasiego empujadas al olvido por el zumbido soez de los motores. Por San Blas nos azota con fuerza el viento (el elemento de Anaxímenes), dueño y señor de los altos roquedales, receloso ante nuestra presencia ahora intermitente por los distintos niveles de fuerza con la que conseguimos cumbrear el puerto, cerca de la cota 1.200 m.


     El sol se empieza a asomar tras la serranía tonificando nuestro coraje y mostrándonos en plenitud los colores del paisaje que las generosas lluvias de abril han preñado de primavera. Nuevo elemento, la tierra de Jenófanes, la sierra de Gata que sentimos que nos pertenece, se abre en una perspectiva teñida del verde de los pinos alternando con el violeta por los mares de brezos florecidos que trepan con descaro por la ladera este del Jálama. Pero más allá asistimos a la lucha encarnizada entre otros dos elementos, pues presenciamos encogidos los estragos del fuego destructor de Heráclito, que combinado con la ignorancia de los hombres, ha convertido los senderos otrora flanqueados de pinos y helechos en un paisaje lunar donde emergen esqueletos calcinados como penosa ultratumba de la belleza. Pero también el agua vivificadora, el agua de Tales de Mileto es la música celestial de los arroyos, el bramido brioso de la cascada, la frescura regeneradora que puede devolver a la Sierra sus galas verdes más preciadas.


     Bajo la rigurosa presencia del padre Jálama, cuya cumbre cercana nos escolta, iniciamos la bajada a San Martín entre castañares a punto de vestirse para la primavera. Ya van casi treinta kilómetros. Las piernas pesan y pugnan por pegarnos al suelo, pero el alma levita de gozo y batalla por elevarnos al cielo: de esta forma nos dejamos caer en San Martín de Trevejo, con la radiante esbeltez del reto conseguido, como figuras del Greco escapadas del lienzo de nuestros propios temores. Y damos rienda suelta a nuestra alegría, como niños que se han hecho mayores. Recordaremos esos rostros radiantes de compañeras y compañeros de ruta, iluminados por la felicidad de un secreto logro cada vez que evoquemos que un día hicimos La Travesía.


 

domingo, 28 de febrero de 2016

Grimaldo-Castillo de Mirabel-Mirabel






   Salimos de la pequeña pedanía de Grimaldo, que tiene hasta una leyenda hecha realidad: en el siglo XV se produjeron en el camino varios asaltos a viajeros, que eran robados y asesinados. La Santa Hermandad consiguió apresar a los facinerosos, a los que cortó las cabezas, que fueron colgadas en las almenas del pequeño castillo. Hasta aquí la leyenda, pero resulta que en los años 50 del siglo pasado, al realizar unas obras en el exterior aparecieron unos enterramientos antiguos: cinco esqueletos… pero ningún cráneo. La leyenda era verdad, allí yacían los cuerpos de los asaltantes.

     Ajenos a estos escarceos bajomedievales y por la única calle de Grimaldo enfilamos la pronunciada subida que nos situará en el primero de los cerros que conforman la sierra de Santa Marina, llamado Cáceres el Viejo, donde también se dice que acampó Viriato en sus luchas contra las legiones romanas.
Pero dejémonos de historias, que hay que concentrarse en la penosa ascensión por el cortafuegos hasta la estación repetidora. El fuerte y helado viento que sobrevive a este atípico invierno nos azota con fuerza por el norte, pero no es obstáculo para contemplar en la cumbre un paisaje espectacular, a ver quién identifica más pueblos: Acehúche, Portaje, Torrejoncillo, Coria, Casas de Don Gómez, Cilleros, Holguera, Riolobos, Galisteo, Carcaboso, el Batán, la Puebla de Argeme, Plasencia, Mirabel… y así hasta las sierras septentrionales que separan Extremadura de la Meseta.
Y por el sur se divisan igualmente las crestas de la Sierra de San Pedro, divisoria de las cuencas del Tajo y Guadiana. Es decir, oteamos la totalidad de la provincia desde su parte central. Qué tierra tenemos. Todo un privilegio que saboreamos como merece.


   Circulamos por las crestas de la serranía bajo la atenta mirada de los buitres del cercano Monfragüe en labores de vigilancia, y usamos los cortafuegos como precarias autovías en obras para nuestro desplazamiento, de otra forma sería imposible abrirnos camino entre mares de jaras y brezos ya floridos que pintan de verde y rosa una orografía abrupta. Después de una bajada de verdadera aventura llegamos al pico Zapatero, 752 m. de altura, suficientes para seguir mostrándonos el mapa físico de los valles del Tajo y Alagón hasta las nevadas estribaciones de la sierra de Tornavacas.


   Última estación, castillo y pueblo de Mirabel. Última leyenda: los cristianos agotaban sus provisiones ante un largo asedio musulmán del castillo. Pero el capitán cristiano ordena arrojarles los últimos trece panes; los sarracenos, confusos y abatidos exclaman “¡vámonos, su comida es abundante si estos dones nos regalan!”. Desde las saeteras del viejo castillo del cerro del Acero se divisa Mirabel, final de trayecto. Una nueva travesía legendaria, esta vez sin enemigos, pero con héroes y todo: ¡nosotros!, que descansaremos esta noche como vencedores de un nuevo reto, con la satisfacción de haber estrechado en el camino esos lazos que lo harán todo más fácil el próximo día.

domingo, 31 de enero de 2016

La Torre Almenara



Torre de don Miguel-Gata-Almenara-Cadalso-Torre de don Miguel 

   Las nubes se desparramaban del Jálama en la última mañana de enero, como la cabellera blanca de un patriarca  que guarda con celo la sierra a recaudo de intrusos.  Hoy he visto caras nuevas, otras habituales faltaban, pero sin variación en esa expresión de júbilo que anticipa una agradable jornada senderista: los componentes del grupo son como ese río impetuoso cuyas aguas son cambiantes pero fieles a la cita cierta de su curso. Hoy tocaba Sierra de Gata, donde  la alfombra verde de la invernada pugna ya por disputar  su primacía a la negra estela del fuego, como un enorme camposanto  que acoge y redime la muerte de los árboles.

     La Torre de don Miguel  nos saluda con su claro acento ya serragatino, y sus oscuros pasadizos y callejas en pronunciada cuesta son el preludio urbano con sabor a agujetas de lo que nos espera después.
Bajar a Gata por un camino empedrado tiene un regusto de añoranza imposible, como si regresáramos al atávico pueblo que todos llevamos dentro por el mismo camino donde lo hicieran durante siglos antepasados comunes, esas gentes rudas pero auténticas y claras de los que somos orgullosos descendientes.


   Ya se ve a lo lejos la Torre Almenara, eterno vigía petrificado por el embate helado de los siglos.  Y allá vamos, desafiantes y decididos, a profanar con nuestro esfuerzo los secretos  designios de otros tiempos. Para que todo sea perfecto, las nubes se van apartando a nuestro paso como aquellas aguas bíblicas que escoltan ahora el éxodo multicolor de nuestras mochilas iluminadas ya por un sol radiante. Caramba con la subida.
Para anular los estragos de la fatiga imagino mientras camino a romanos guardando desde la torre la calzada  Dalmacia que desde el valle del Tajo subía hasta la indígena Miróbroga, actual Ciudad Rodrigo. O a feroces almohades vigilando desde lo alto las temidas incursiones de la Reconquista. O, finalmente, a cruzados cristianos vigilantes desde el mismo lugar los últimos escarceos sarracenos ya vencidos por la Cruz. Por eso esa pronunciada subida a la Almenara tiene un inquietante fondo metálico de espadas y cimitarras, de caballos y escudos, de gritos de guerra y trompetas de llamada, cuyos ecos anidan en los brezos que pisamos: perdidos entre estas sensaciones, por el mismo lugar de la Historia ascendemos en fila india como paladines confiados en un siglo equivocado.

     Bajar de allí por la cara sur no es fácil. Pero conseguimos ganar el llano entre los robledales que el otoño dejó desnudos, vislumbrando hacia poniente los tímidos tejados de Cadalso. Otra vez hemos hecho camino al andar como dijo Machado sabiamente. Otra vez hemos gozado con esa complicidad tácita de colegas embarcados en la misma aventura. ¿Cuándo es la próxima?