Gata, con su perfil laborioso iluminado
ya por la amanecida, es una realidad inclinada que vierte su tipismo ancestral
sobre las laderas medias de la sierra a la que da nombre. De aquí hemos partido
afrontando el plato fuerte de la jornada como no queriendo postergar el esfuerzo
a momentos más inciertos: la subida al puerto Castilla es una penitencia
anticipada del pecado que supone
disfrutar de los paisajes de la jornada; nos conducimos por uno de esos adorables caminos de herradura cuyo
empedrado fue pulido durante siglos por las caballerías como gemas pobres de la
tierra hasta que las bestias abdicaron de su trasiego empujadas al olvido por
el zumbido soez de los motores. Por San Blas nos azota con fuerza el viento (el
elemento de Anaxímenes), dueño y señor de los altos roquedales, receloso ante
nuestra presencia ahora intermitente por los distintos niveles de fuerza con la
que conseguimos cumbrear el puerto, cerca de la cota 1.200 m.
El sol se empieza a asomar tras la serranía tonificando nuestro coraje y
mostrándonos en plenitud los colores del paisaje que las generosas lluvias de
abril han preñado de primavera. Nuevo elemento, la tierra de Jenófanes, la sierra
de Gata que sentimos que nos pertenece, se abre en una perspectiva teñida del
verde de los pinos alternando con el violeta por los mares de brezos florecidos
que trepan con descaro por la ladera este del Jálama. Pero más allá asistimos a
la lucha encarnizada entre otros dos elementos, pues presenciamos encogidos los
estragos del fuego destructor de Heráclito, que combinado con la ignorancia de
los hombres, ha convertido los senderos otrora flanqueados de pinos y helechos
en un paisaje lunar donde emergen esqueletos calcinados como penosa ultratumba
de la belleza. Pero también el agua vivificadora, el agua de Tales de Mileto es
la música celestial de los arroyos, el bramido brioso de la cascada, la
frescura regeneradora que puede devolver a la Sierra sus galas verdes más
preciadas.
Bajo la rigurosa presencia del padre Jálama, cuya cumbre cercana nos
escolta, iniciamos la bajada a San Martín entre castañares a punto de vestirse
para la primavera. Ya van casi treinta kilómetros. Las piernas pesan y pugnan
por pegarnos al suelo, pero el alma levita de gozo y batalla por elevarnos al
cielo: de esta forma nos dejamos caer en San Martín de Trevejo, con la radiante
esbeltez del reto conseguido, como figuras del Greco escapadas del lienzo de
nuestros propios temores. Y damos rienda suelta a nuestra alegría, como niños que se
han hecho mayores. Recordaremos esos rostros radiantes de compañeras y
compañeros de ruta, iluminados por la felicidad de un secreto logro cada vez que
evoquemos que un día hicimos La Travesía.