Torre de don Miguel-Gata-Almenara-Cadalso-Torre de don Miguel
Las nubes se desparramaban del Jálama en la última mañana de enero, como
la cabellera blanca de un patriarca que
guarda con celo la sierra a recaudo de intrusos. Hoy he visto caras nuevas, otras habituales
faltaban, pero sin variación en esa expresión de júbilo que anticipa una
agradable jornada senderista: los componentes del grupo son como ese río
impetuoso cuyas aguas son cambiantes pero fieles a la cita cierta de su curso.
Hoy tocaba Sierra de Gata, donde la alfombra
verde de la invernada pugna ya por disputar
su primacía a la negra estela del fuego, como un enorme camposanto que acoge y redime la muerte de los árboles.
La Torre de don Miguel nos saluda
con su claro acento ya serragatino, y sus oscuros pasadizos y callejas en
pronunciada cuesta son el preludio urbano con sabor a agujetas de lo que nos
espera después.
Bajar a Gata por un camino empedrado tiene un regusto de
añoranza imposible, como si regresáramos al atávico pueblo que todos llevamos dentro por el
mismo camino donde lo hicieran durante siglos antepasados comunes, esas gentes
rudas pero auténticas y claras de los que somos orgullosos descendientes.
Ya se ve a lo lejos la Torre Almenara, eterno vigía petrificado por el
embate helado de los siglos. Y allá
vamos, desafiantes y decididos, a profanar con nuestro esfuerzo los secretos designios de otros tiempos. Para que todo sea
perfecto, las nubes se van apartando a nuestro paso como aquellas aguas
bíblicas que escoltan ahora el éxodo multicolor de nuestras mochilas iluminadas
ya por un sol radiante. Caramba con la subida.
Para anular los estragos de la
fatiga imagino mientras camino a romanos guardando desde la torre la calzada Dalmacia que desde el valle del Tajo subía
hasta la indígena Miróbroga, actual Ciudad Rodrigo. O a feroces almohades
vigilando desde lo alto las temidas incursiones de la Reconquista. O,
finalmente, a cruzados cristianos vigilantes desde el mismo lugar los últimos
escarceos sarracenos ya vencidos por la Cruz. Por eso esa pronunciada subida a
la Almenara tiene un inquietante fondo metálico de espadas y cimitarras, de
caballos y escudos, de gritos de guerra y trompetas de llamada, cuyos ecos anidan en los brezos que pisamos: perdidos entre
estas sensaciones, por el mismo lugar de la Historia ascendemos en fila india
como paladines confiados en un siglo equivocado.
Bajar de allí por la cara sur no es fácil. Pero conseguimos ganar el llano entre
los robledales que el otoño dejó desnudos, vislumbrando hacia poniente los tímidos tejados de Cadalso. Otra vez
hemos hecho camino al andar como dijo Machado sabiamente. Otra vez hemos gozado
con esa complicidad tácita de colegas embarcados en la misma aventura. ¿Cuándo
es la próxima?